Director: Paul Verhoeven. Con Lutz Moik, Hanna Rucker,Paul Bildt, Walter Tarrach. República Democrática de Alemania, 1950
Todos los dioses nacen, viven y mueren; es cosa sabida de la que tenemos testimonio por doquier. Don Enrique Heine, aquel genio teutón tan poco apreciado por los amigos del canciller Adolfo, ya nos contó de la decadencia de Zeus y compañía, exiliados en el siglo XIX entre montañas, viviendo entregados a las tareas más humildes. Lo confirmó más tarde Jean Ray, el papá de Harry Dickson, cuando quiso verlos, medio lelos ya, habitando un decrépito caserón en Bélgica.
De los manes, los lares y otros espíritus precristianos, y hasta prelatinos, no volvimos a saber hasta el romanticismo alemán, que los rescató abundantes al reivindicar la belleza de los arcaicos cuentos, donde después de la victoria del Crucificado encontraron remedio contra el olvido. Entre otros, en los relatos de don Guillermo Hauff, uno de los cuales sirve de inspiración a esta cinta sencilla y prodigiosa de la que hoy les traigo noticia.
La dirigió Paul Verhoeven, cineasta que nada tiene que ver con su homónimo posterior, responsable de filmes modernos como Robocop o Desafío Total. Y lo hizo en 1950, cinco años después de la catástrofe, cuando la mitad de Alemania había pasado sin transición de un totalitarismo a otro. Al parecer el mundo del cuento y el folklore quedaron, por esta vez, fuera del ánimo propagandístico que caracteriza gran parte del cine de las tiranías. Y el resultado, claro, no pudo ser mejor.
Cuenta, como al calor de la lumbre, la historia de un infeliz que para salir de pobre recurre a la ayuda de los númenes tutelares del bosque, uno bueno, el enano Vidrierillo, y otro demoníaco, el pavoroso gigante Holandés. Verhoeven plasma fotograma a fotograma la magia que el relato precisa, inmersión en el mundo de lo irracional representado por la espesura salvaje, los animales que la pueblan, sus ajenas luces y formas, por pasiones que nos son desconocidas.
No desea, como hubiese hecho el cine americano, infantilizar el cuento ni en fondo ni en forma; por eso maneja sabio y preciso escenarios y decorados, alejados del exceso cromático y de cualquier asomo de blandenguería. Es decir, capta cuanto de mágico y hasta religioso -y por ende, trascendente- yace bajo estas narraciones que hoy se quieren patrimonio exclusivo de la infancia.
Un ritmo contenido; atención al detalle, que es lo que cuenta; fotografía en Agfacolor tendente a convertir en irreal lo real; decorados expresionistas; potenciación del folklore colectivo (nimia concesión al medio comunista en que se rueda); ajustados efectos especiales y sobre todo, un sentido estético de la maravilla que no necesita de alharacas. Cualidad tan rara de encontrar que hace de este Corazón de piedra filme obligado, cuanto más para quienes sean seguidores fervientes de eso que algunos dan en llamar, algo peyorativamente, fantasía blanca, y que yo prefiero denominar Poesía Pura. O miedo arcaico, que al fin y al cabo, las raíces de ambos son las mismas...