LEO TAXIL - El Diablo y yo
Por si no lo sabían, señoritos lectores, yo soy el Abuelito momificado que vive en el desván de arriba de su finca, y aquí estoy con mis legajos viejos y mis celuloides rancios dispuesto desde esta tribuna a desasnar sus cada vez menos jóvenes mentes. Hala, todos a hurgar en los enigmas del pasado, que se piensan ustedes, zopencos, que el Tiempo Primigenio de toda la Humanidad nació con la cosa del pop y la cultura juvenil y que antes no había nada ni bizarro ni nada y eso es una pamema de la que ya es hora que se enteren, mil diablos!!
Toca hoy ensalzar a una figura que presumo debiese ser más recordada, aunque teniendo en cuenta que los Bítels no lo sacaron en la portada del Sargento Pimienta ese de ahora, pues cómo iban a saber ustedes quién diablos era este señor. Pertenece por estética a la gloriosa era de los caballeros barbudos, los que ataviados de levita y chaleco y poniendo rostro circunspecto habitan esos grabados decimonónicos que con su aire vetusto y amarillento tan escaso interés parecen provocar entre las nuevas generaciones. Ay, infelices, vidas y hazañas como las de aquellos Maestros, los Therion, Táxil y compañía, no pudieron darse en marco más adecuado. Así que fuera prejuicios sandios y dispónganse a conocer a don Gabriel Jogang Pagés, alias Leo Táxil, profeta de la risa y el descreimiento y uno de los pocos hombres santos que este tiempo moderno nos ha dado.
Santo, pues con su sacrificio personal y renunciando a su bienestar en pro de mejores causas, se consagró a demostrar el evidente amor que en este mundo despierta la mentira frente a la verdad; tesis conocida y avalada por numerosas fuentes, desde don Timoteo Burton y su Gran Pescado a cualquiera de los sistemas religiosos, pero que Gabriel Jogang Pagés demostró por primera vez de forma empírica. Aferrarse a certezas de ultratumba, humana y necia condición, o elegir el escepticismo como forma de santidad.
Científico, dedicado durante años a desarrollar y llevar al éxito su experimento, aunque ello le supusiese reñir con su señora y renunciar a sus amistades.
Artista, entregado hasta el fondo a la realización de su obra, la vida misma transformada en pieza maestra más allá de sus muy numerosos y extraños libros.
Farsante, patrón de embusteros y catedrático de embaucadores; autor casi en solitario de la más colosal burla que la Iglesia Católica haya sufrido jamás, así se reveló con el tiempo el niño Gabriel Jogang, venido al mundo en Marsella en 1854 en el seno de una piadosa familia de clase media del Puerto Viejo de la ciudad.
Por si no lo sabían, señoritos lectores, yo soy el Abuelito momificado que vive en el desván de arriba de su finca, y aquí estoy con mis legajos viejos y mis celuloides rancios dispuesto desde esta tribuna a desasnar sus cada vez menos jóvenes mentes. Hala, todos a hurgar en los enigmas del pasado, que se piensan ustedes, zopencos, que el Tiempo Primigenio de toda la Humanidad nació con la cosa del pop y la cultura juvenil y que antes no había nada ni bizarro ni nada y eso es una pamema de la que ya es hora que se enteren, mil diablos!!
Toca hoy ensalzar a una figura que presumo debiese ser más recordada, aunque teniendo en cuenta que los Bítels no lo sacaron en la portada del Sargento Pimienta ese de ahora, pues cómo iban a saber ustedes quién diablos era este señor. Pertenece por estética a la gloriosa era de los caballeros barbudos, los que ataviados de levita y chaleco y poniendo rostro circunspecto habitan esos grabados decimonónicos que con su aire vetusto y amarillento tan escaso interés parecen provocar entre las nuevas generaciones. Ay, infelices, vidas y hazañas como las de aquellos Maestros, los Therion, Táxil y compañía, no pudieron darse en marco más adecuado. Así que fuera prejuicios sandios y dispónganse a conocer a don Gabriel Jogang Pagés, alias Leo Táxil, profeta de la risa y el descreimiento y uno de los pocos hombres santos que este tiempo moderno nos ha dado.
Santo, pues con su sacrificio personal y renunciando a su bienestar en pro de mejores causas, se consagró a demostrar el evidente amor que en este mundo despierta la mentira frente a la verdad; tesis conocida y avalada por numerosas fuentes, desde don Timoteo Burton y su Gran Pescado a cualquiera de los sistemas religiosos, pero que Gabriel Jogang Pagés demostró por primera vez de forma empírica. Aferrarse a certezas de ultratumba, humana y necia condición, o elegir el escepticismo como forma de santidad.
Científico, dedicado durante años a desarrollar y llevar al éxito su experimento, aunque ello le supusiese reñir con su señora y renunciar a sus amistades.
Artista, entregado hasta el fondo a la realización de su obra, la vida misma transformada en pieza maestra más allá de sus muy numerosos y extraños libros.
Farsante, patrón de embusteros y catedrático de embaucadores; autor casi en solitario de la más colosal burla que la Iglesia Católica haya sufrido jamás, así se reveló con el tiempo el niño Gabriel Jogang, venido al mundo en Marsella en 1854 en el seno de una piadosa familia de clase media del Puerto Viejo de la ciudad.
Un tiempo de mil demonios
1888. Lucía Claraz, una feligresa de Freiburg, devota practicante, es acusada en la prensa católica francesa de tomar parte en orgías, acostarse con el Demonio y robar hostias consagradas. 1891. Adriano Lemmi, banquero de la revolución italiana y Gan maestre de la Francmasonería de su país, es nombrado Pontífice Luciferino y autorizado a despachar con Satanás en persona todos los viernes a las tres de la tarde en los sótanos de un palacio florentino. Nunca escribe una línea si no es con una sagrada forma atravesada en la pluma que le regaló su demonio protector Sybacco. 1891. El renegado Abate Luis Van Haecke escandaliza a la sociedad parisina con la celebración de varias misas negras. Se cuenta de este clérigo que para mejor profanación y blasfemia se ha hecho tatuar el rostro de Cristo en las plantas de los pies. 1892. Domenico Marggiotta, caballero de la Orden Pontificia del Santo Sepulcro, publica con éxito inesperado su libro El culto de Satán Lucifer en los Triángulos masónicos. 1895. El periódico eclesiástico La Croix revela que gracias a la intervención milagrosa de Juana de Arco, la señorita Diana Vaughan ha podido librarse de la tentativa de envenenamiento que la Bisabuela del Anticristo había preparado contra ella…
…¡Y le llaman el Siglo de la Razón! ¡Menudo es el diecinueve! Noticias como estas abundan en los años finiseculares, tiempos proclives a lo oculto, esa afición bonita y un poco ridícula que impregna la época como un negativo de los logros científicos y técnicos que han terminado por forjar su imagen. Los días de auge de Leo Táxil coinciden con el apogeo de la orden secreta británica Golden Dawn, capaz de atraer con sus ceremonias las mentes brillantes y reaccionarias de Arthur Machen, Algernon Blackwood o W. Butler Yeats. Por entonces Don Aleister Crowley, otra figura bañada en santidad, se revela como el Logos del Eón, proclamando universalmente la Ley de Thelema; Madame Blavatsky por su parte funda la Teosofía y revela a los inmortales suprahumanos que gobiernan nuestro destino. Algo antes, en 1854, el mismo año en que Táxil nace, el mago Eliphas Levi edita su Dogme et Rituel de la Haute Magie, que no pasa precisamente desapercibido. Joris Karl Huysmans publica en 1891 la novela La bás, biblia del decadentismo teñida de aromas satánicos y de añoranza de fe e irracionalidad; más tarde el escritor, en una pirueta extrema, aspirará sin éxito a ser admitido en un convento de frailes cartujos… La sombra de Satanás, el bonito, el de verdad, el demonio con cuernos, perilla y rabo, se proyecta sobre el fin de siecle como si en el estertor de su gloria hiciese última demostración de espanto ante los fieles católicos.
La masonería, la secta de las sectas, que en la práctica funcionaba como una especie de Opus Dei medio profano encaminando la promoción de sus miembros en los puestos de poder, se convierte en estandarte de ideas liberales y por tanto enemiga acérrima de la Iglesia Católica, que la acusa de encontrarse detrás de la liquidación de los estados vaticanos y la contempla como amenaza laico racionalista dispuesta a acabar con sus privilegios y sus bienes, algo parecido a lo que hoy ocurre con nuestra entrañable Conferencia Episcopal. El secretismo y la afición por rituales y teatrillos que caracteriza la asociación de los hombres del mandil la convierte en blanco fácil de especulaciones de lo más diverso, cosa común por otra parte a cualquier grupo hermético, sea de Legionarios de Cristo o de seguidores de Antón LaVey, y que por eso mismo los hace la mar de populares entre un público siempre ansioso de mentiras sensacionales.
El caso es, por centrarnos, que el niño Jogang, antes de cambiarse el nombre, crece sumergido en un humus de credulidad, ansias de trascendencia, aromas de azufre y búsquedas espirituales disparatadas que forman parte del pathos de la época, tanto como los grandes inventos o las corrientes de libre pensamiento que contra viento y marea se van abriendo paso.
…¡Y le llaman el Siglo de la Razón! ¡Menudo es el diecinueve! Noticias como estas abundan en los años finiseculares, tiempos proclives a lo oculto, esa afición bonita y un poco ridícula que impregna la época como un negativo de los logros científicos y técnicos que han terminado por forjar su imagen. Los días de auge de Leo Táxil coinciden con el apogeo de la orden secreta británica Golden Dawn, capaz de atraer con sus ceremonias las mentes brillantes y reaccionarias de Arthur Machen, Algernon Blackwood o W. Butler Yeats. Por entonces Don Aleister Crowley, otra figura bañada en santidad, se revela como el Logos del Eón, proclamando universalmente la Ley de Thelema; Madame Blavatsky por su parte funda la Teosofía y revela a los inmortales suprahumanos que gobiernan nuestro destino. Algo antes, en 1854, el mismo año en que Táxil nace, el mago Eliphas Levi edita su Dogme et Rituel de la Haute Magie, que no pasa precisamente desapercibido. Joris Karl Huysmans publica en 1891 la novela La bás, biblia del decadentismo teñida de aromas satánicos y de añoranza de fe e irracionalidad; más tarde el escritor, en una pirueta extrema, aspirará sin éxito a ser admitido en un convento de frailes cartujos… La sombra de Satanás, el bonito, el de verdad, el demonio con cuernos, perilla y rabo, se proyecta sobre el fin de siecle como si en el estertor de su gloria hiciese última demostración de espanto ante los fieles católicos.
La masonería, la secta de las sectas, que en la práctica funcionaba como una especie de Opus Dei medio profano encaminando la promoción de sus miembros en los puestos de poder, se convierte en estandarte de ideas liberales y por tanto enemiga acérrima de la Iglesia Católica, que la acusa de encontrarse detrás de la liquidación de los estados vaticanos y la contempla como amenaza laico racionalista dispuesta a acabar con sus privilegios y sus bienes, algo parecido a lo que hoy ocurre con nuestra entrañable Conferencia Episcopal. El secretismo y la afición por rituales y teatrillos que caracteriza la asociación de los hombres del mandil la convierte en blanco fácil de especulaciones de lo más diverso, cosa común por otra parte a cualquier grupo hermético, sea de Legionarios de Cristo o de seguidores de Antón LaVey, y que por eso mismo los hace la mar de populares entre un público siempre ansioso de mentiras sensacionales.
El caso es, por centrarnos, que el niño Jogang, antes de cambiarse el nombre, crece sumergido en un humus de credulidad, ansias de trascendencia, aromas de azufre y búsquedas espirituales disparatadas que forman parte del pathos de la época, tanto como los grandes inventos o las corrientes de libre pensamiento que contra viento y marea se van abriendo paso.
El despertar del genio
Es 1873. Nuestro hombre ha terminado brillantemente los estudios de bachillerato en el colegio de padres jesuitas de su localidad natal. Tiene diecinueve años, y en un primer destello de talento decide fundar una revista, La Marotte, de la cual es administrador y colaborador único, y desde la que intenta practicar periodismo amarillo avant la lettre, un objetivo honesto pero difícil de alcanzar desde una ciudad provinciana como la Marsella de su tiempo. Una circunstancia extraordinaria acudirá en auxilio del periódico, que verá aumentar espectacularmente sus ventas.
Misteriosas cartas empiezan a recibirse en la Prefectura, enviadas desde distintas localidades costeras y firmadas por pescadores que suplican auxilio ante la terrible plaga de tiburones que infesta las riberas. Los escalofriantes testimonios de marinos acosados por escualos hacen que el pánico se extienda rápidamente, cerrándose los accesos a unas playas que van a quedar desiertas durante semanas. Las autoridades se ven obligadas a tomar medidas que tranquilicen a la población, y el general Espivent, uno de los responsables de la represión de la Comuna, es enviado desde París al frente de una brigada de cien fusileros para acabar con los monstruos.
Las puntuales crónicas del joven reportero de La Marotte, que dedica al tema de los tiburones casi todas sus páginas, describen una solemne despedida en el puerto al barco de la Armada que se dispone a imponer el orden en las aguas, entre fanfarrias de orquesta, banderas, gritos patrióticos y el entusiasmo del alcalde y demás fuerzas vivas. Días enteros patrullando la rada sin avistar ni un miserable marrajo hacen que cunda el desánimo entre la tropa y fuerzan el regreso del buque salvador con el rabo entre las piernas. Ante tan magros resultados, las autoridades emprenden una investigación que pronto desvela datos asombrosos: en sus supuestos domicilios no se conoce a ninguno de los remitentes de las alarmantes misivas; una vez comparadas, se comprueba que la letra con que están escritas todas ellas es sospechosamente semejante…
Diecinueve años, repito, tiene Táxil cuando lleva a cabo su primera broma. Qué precocidad. Revuelta contra la autoridad, colosal gamberrada, acto genuinamente punk… Leo decide denominarlo broma, pues como tales afronta en lo sucesivo las manifestaciones de su arte. De gozosas, divertidas e instructivas las calificará, bien que sus destinatarios no muestren su elegante talante a la hora de encajarlas. Él nació farsante, dirá más tarde, para sentir…”ese delicioso placer que la mayor parte de las gentes ignoran, pero que es bien real; esa alegría íntima que se experimenta frente a un adversario, sin malicia, sólo por divertirse, por reír un poco”. Lástima que el poder no entienda de tan sanas intenciones, y el órgano de expresión de Táxil sea obligado a desaparecer de los kioscos de mala manera.
Misteriosas cartas empiezan a recibirse en la Prefectura, enviadas desde distintas localidades costeras y firmadas por pescadores que suplican auxilio ante la terrible plaga de tiburones que infesta las riberas. Los escalofriantes testimonios de marinos acosados por escualos hacen que el pánico se extienda rápidamente, cerrándose los accesos a unas playas que van a quedar desiertas durante semanas. Las autoridades se ven obligadas a tomar medidas que tranquilicen a la población, y el general Espivent, uno de los responsables de la represión de la Comuna, es enviado desde París al frente de una brigada de cien fusileros para acabar con los monstruos.
Las puntuales crónicas del joven reportero de La Marotte, que dedica al tema de los tiburones casi todas sus páginas, describen una solemne despedida en el puerto al barco de la Armada que se dispone a imponer el orden en las aguas, entre fanfarrias de orquesta, banderas, gritos patrióticos y el entusiasmo del alcalde y demás fuerzas vivas. Días enteros patrullando la rada sin avistar ni un miserable marrajo hacen que cunda el desánimo entre la tropa y fuerzan el regreso del buque salvador con el rabo entre las piernas. Ante tan magros resultados, las autoridades emprenden una investigación que pronto desvela datos asombrosos: en sus supuestos domicilios no se conoce a ninguno de los remitentes de las alarmantes misivas; una vez comparadas, se comprueba que la letra con que están escritas todas ellas es sospechosamente semejante…
Diecinueve años, repito, tiene Táxil cuando lleva a cabo su primera broma. Qué precocidad. Revuelta contra la autoridad, colosal gamberrada, acto genuinamente punk… Leo decide denominarlo broma, pues como tales afronta en lo sucesivo las manifestaciones de su arte. De gozosas, divertidas e instructivas las calificará, bien que sus destinatarios no muestren su elegante talante a la hora de encajarlas. Él nació farsante, dirá más tarde, para sentir…”ese delicioso placer que la mayor parte de las gentes ignoran, pero que es bien real; esa alegría íntima que se experimenta frente a un adversario, sin malicia, sólo por divertirse, por reír un poco”. Lástima que el poder no entienda de tan sanas intenciones, y el órgano de expresión de Táxil sea obligado a desaparecer de los kioscos de mala manera.
La ciudad sumergida
Quien está guiado por su Verdadera Voluntad se crece ante el infortunio. Leo Táxil –bautizado ya con el nombre con que conquistará la gloria- funda otras cabeceras, que le van cerrando sucesivamente, y entre tanto y para mejor aprovechar sus habilidades sociales, emprende varios negocios de chantaje que si bien resultan rentables le valen una condena de ocho años de prisión que le obliga a salir por piernas hacia Suiza. Vaya, qué quieren que les diga, distracciones tal vez no del todo inocentes, vanos intentos de abandonar su vocación poética, que hay que disculpar en un espíritu inquieto y con tan rara percepción para el conocimiento exacto del carácter de los hombres.
Entre unas cosas y otras va pasando el tiempo; algo más de un año hace de la estancia de Táxil en Ginebra cuando las redacciones de los grandes periódicos europeos son informadas detalladamente de los trabajos realizados por varios equipos de arqueólogos en su esfuerzo por explorar una ciudad romana sumergida bajo las aguas del Lago Leman. Sabios de todo el orbe acuden a las lacustres inmediaciones; nace una provechosa industria de paseos en barca, que guía a los visitantes sobre lo que queda de amplias calles y avenidas que mal se adivinan en las profundidades; un investigador venido de Polonia redacta un informe en el que describe el trazado de una plaza donde asegura se vislumbran los restos de una estatua ecuestre; otras noticias aparecidas en medios especializados –difundidas en la prensa por los informes que llegan regularmente desde Ginebra- fechan la misteriosa ciudad, dando por cierto que se edificó en el siglo tercero antes de Cristo… En fin, para qué contarles más. Siempre dispuesto a espantar el aburrimiento y en su afán por explorar los límites de la fe, Táxil acaba de favorecer a la humanidad con la ilusión de una nueva Atlántida. El entusiasmo que el público muestra ante sus embustes, la actitud cercana al agradecimiento que los embaucados han experimentado, la facilidad con que los medios admiten lo inverosímil, todo confirma a nuestro hombre lo acertado del sendero iniciado. Es hora de pasar a mayores, la fiesta debe continuar. Francia declara una amnistía y Táxil puede regresar y establecerse en París, desde donde emprenderá la tercera etapa de su particular camino de perfección.
La feria celestial
Quien está guiado por su Verdadera Voluntad se crece ante el infortunio. Leo Táxil –bautizado ya con el nombre con que conquistará la gloria- funda otras cabeceras, que le van cerrando sucesivamente, y entre tanto y para mejor aprovechar sus habilidades sociales, emprende varios negocios de chantaje que si bien resultan rentables le valen una condena de ocho años de prisión que le obliga a salir por piernas hacia Suiza. Vaya, qué quieren que les diga, distracciones tal vez no del todo inocentes, vanos intentos de abandonar su vocación poética, que hay que disculpar en un espíritu inquieto y con tan rara percepción para el conocimiento exacto del carácter de los hombres.
Entre unas cosas y otras va pasando el tiempo; algo más de un año hace de la estancia de Táxil en Ginebra cuando las redacciones de los grandes periódicos europeos son informadas detalladamente de los trabajos realizados por varios equipos de arqueólogos en su esfuerzo por explorar una ciudad romana sumergida bajo las aguas del Lago Leman. Sabios de todo el orbe acuden a las lacustres inmediaciones; nace una provechosa industria de paseos en barca, que guía a los visitantes sobre lo que queda de amplias calles y avenidas que mal se adivinan en las profundidades; un investigador venido de Polonia redacta un informe en el que describe el trazado de una plaza donde asegura se vislumbran los restos de una estatua ecuestre; otras noticias aparecidas en medios especializados –difundidas en la prensa por los informes que llegan regularmente desde Ginebra- fechan la misteriosa ciudad, dando por cierto que se edificó en el siglo tercero antes de Cristo… En fin, para qué contarles más. Siempre dispuesto a espantar el aburrimiento y en su afán por explorar los límites de la fe, Táxil acaba de favorecer a la humanidad con la ilusión de una nueva Atlántida. El entusiasmo que el público muestra ante sus embustes, la actitud cercana al agradecimiento que los embaucados han experimentado, la facilidad con que los medios admiten lo inverosímil, todo confirma a nuestro hombre lo acertado del sendero iniciado. Es hora de pasar a mayores, la fiesta debe continuar. Francia declara una amnistía y Táxil puede regresar y establecerse en París, desde donde emprenderá la tercera etapa de su particular camino de perfección.
La feria celestial
Demos, parece decirse el genio, afán y utilidad a nuestra fantasía; no sea estéril nuestro talento y aplíquese a mejorar el mundo. Y dicho y hecho. Con su prodigiosa capacidad para aunar su propio interés con el afán de hacer el bien a la humanidad, Táxil funda en la capital una editorial destinada a acoger sus obras y las de sus colaboradores más íntimos, la Librería Anticlerical.
En tiempos en que la Iglesia se resiste como gato panza arriba a ser separada del estado; cuando territorios y poder temporal del papado han caído en picado gracias a la revolución italiana, hay fuerzas políticas que permiten y hasta fomentan -en según qué circunstancias- que los súbditos de a pie puedan por fin dar rienda suelta a su descreimiento y su ira contra todo lo sacro. Entre palo y palo, claro, y sólo en algunos momentos y países. Florecen aquí y allá los semanarios satíricos, las ediciones baratas, los folletines por entregas de orientación librepensadora. Es la edad de oro de la caricatura y la prensa gráfica, y reírse del poder, además de sano ejercicio practicado desde siempre en la clandestinidad, se convierte en negocio legal y rentable. Hasta en la católica España hay grupos de descastados dispuestos a arremeter contra lo establecido, como el colectivo libertario que lanza en Barcelona la Biblioteca de los Sin Dios, responsable de libros clarividentes como Jesucristo homosexual, Las mentiras de los apóstoles o el definitivo Jesucristo, mala persona. Buen ambiente, pues, y buenos tiempos para que el pionero Táxil, sobrado de gracia e imaginación, ponga la simiente e inicie su cruzada contra la clerigalla.
Pueden imaginar en estas circunstancias el justificable grado de cabreo que desde que accede a la silla de San Pedro posee al papa León XIII, encargado de guiar la grey católica en una época en que los poderes averno-liberales parecen haberse aliado para desterrar el cristianismo de Europa. Y es que este León XIII es un conspiranoico que sabe de primera mano que no está el horno para bollos, vivas como tiene en su memoria las imágenes de una enardecida multitud intentando arrojar al río Tíber los restos de su antecesor Pío IX mientras él, recién nombrado, intenta oficiar las exequias a trancas y barrancas. Todavía no se ha inventado eso del aggiornamento, el concilio vaticano, la misa en lengua vernácula, el viva la gente, las monjitas ye-yé, la teología de la liberación y demás parafernalia del siglo XX, y el único recurso que la Iglesia conoce contra los ataques orquestados por el Maligno son aspersiones de agua bendita, rosarios y milagros, que en este tiempo fascinante y entregado a lo sobrenatural no faltan en absoluto.
Se aparecen la Virgen de Lourdes, la de Fátima, que es la misma de antes pero como en más pobre, y otras varias que dictan sermones, hacen dibujos y regalan escapularios Made in Heaven; falta poco para que lleguen las visiones de Ezkioga, en las Vascongadas, con sus docenas de médiums e iluminados; para que llore sangre el santo Cristo de Limpias, en Santander; para que florezcan místicas y santas como la italiana Gemma Galgani, que sublima en el cuerpo lacerado de Cristo sus ardores más profundos, o la estigmatizada Therese Neumann, que no conoce más alimento que la hostia consagrada; en fin, todo el arsenal bizarro y extremo que la Iglesia suele sacar a pasear cuando se siente amenazada.
La Masonería satánica, llamada Palladismo, está presidida por Albert Pike, el Pontífice de Lucifer, un político liberal de Boston que en su juventud convivió con los pieles rojas y luchó en el ejército de los Confederados, según informa el Muy Sabio y Reverendo José Antonio Ferrer Benimeli, autor de El contubernio judeo-masónico-comunista y experto número uno en el tema Táxil. Pike posee una pulsera con la que hace aparecer al diablo a voluntad. Le basta con hincar la rodilla derecha, elevar la mano izquierda ligeramente vuelta hacia el cielo, besar la tierra y decir una ristra de palabras incomprensibles que constituyen la lengua de los avernos: “¡Imihäel!...¡Deus sanctus, excelsus excelsior!...¡Athanatos!...¡Inglod! ¡Einköel! ¡Bagdel! ¡Lucifer, Lucifer, Lucifer!”, así hasta que a la tercera llamada el Malo aparece elegantemente, y por ejemplo se lleva al general Pike a dar un paseo por Sirius, el más bello planeta del universo según el decir de los astrónomos. Bajo la autoridad de Pike –y más tarde del banquero Adriano Lemmi- están todas las logias, con sus variantes de Masonería Selvática, Capítulos o Masonería Roja, Areopagos o Masonería Negra, Dirección Suprema o Masonería Blanca, y la singular Masonería de Señoras, con sus Adelfos, sus Compañeras de Ulises, sus Banquetes Andróginos y sus Diversiones Misteriosas. Es sabido que cuando una de estas damas se inicia en la Orden, la estatua de Eva que preside el Templo de Charleston se transforma en la súcubo Astarté y toma vida para besar a la adepta…
Con revelaciones como estas y otras semejantes –la ocasión en que Táxil se sentó y fue mágicamente expulsado del Trono Infernal de Lucifer, o su visita a los subterráneos del Peñón de Gibraltar, fábrica donde legiones infernales dirigidas por Tubalcaín el Maldito se afanan en la confección de talismanes mágicos- los católicos no salen de su asombro, y puede entenderse fácilmente el agradecimiento enorme que sienten hacia el hombre que les ha puesto en guardia ante semejantes peligros. Sus libros se traducen al inglés, al italiano, al ruso, al polaco, al español, y se venden por decenas de miles de ejemplares proporcionando al autor pingües beneficios y renombre mundial.
Las autoridades eclesiásticas están tan entusiasmadas que Táxil no tarda en ser recibido en audiencia privada por el mismísimo León XIII, ante cuyos pies se postra llorando y expresando su deseo de morir después haber besado sus sagradas plantas. Táxil es un santo en vida, con tal fama que hasta un canónigo de Friburgo irrumpe en su casa solicitando que le haga un milagro: “…-No importa cuál… qué sé yo… tomad por ejemplo esta silla y transformadla en bastón, en paraguas…”. Cuenta nuestro hombre que aunque fue incapaz de corresponder a los deseos del párroco, éste le envió al volver a su hogar “un inmenso queso de Gruyére, sobre cuya corteza había grabado con un cuchillo inscripciones piadosas y jeroglíficos de un misticismo desmelenado; un excelente queso, por otra parte, que jamás se terminaba y que comí con infinito respeto”.
Los compañeros del diablo
En tiempos en que la Iglesia se resiste como gato panza arriba a ser separada del estado; cuando territorios y poder temporal del papado han caído en picado gracias a la revolución italiana, hay fuerzas políticas que permiten y hasta fomentan -en según qué circunstancias- que los súbditos de a pie puedan por fin dar rienda suelta a su descreimiento y su ira contra todo lo sacro. Entre palo y palo, claro, y sólo en algunos momentos y países. Florecen aquí y allá los semanarios satíricos, las ediciones baratas, los folletines por entregas de orientación librepensadora. Es la edad de oro de la caricatura y la prensa gráfica, y reírse del poder, además de sano ejercicio practicado desde siempre en la clandestinidad, se convierte en negocio legal y rentable. Hasta en la católica España hay grupos de descastados dispuestos a arremeter contra lo establecido, como el colectivo libertario que lanza en Barcelona la Biblioteca de los Sin Dios, responsable de libros clarividentes como Jesucristo homosexual, Las mentiras de los apóstoles o el definitivo Jesucristo, mala persona. Buen ambiente, pues, y buenos tiempos para que el pionero Táxil, sobrado de gracia e imaginación, ponga la simiente e inicie su cruzada contra la clerigalla.
Pueden imaginar en estas circunstancias el justificable grado de cabreo que desde que accede a la silla de San Pedro posee al papa León XIII, encargado de guiar la grey católica en una época en que los poderes averno-liberales parecen haberse aliado para desterrar el cristianismo de Europa. Y es que este León XIII es un conspiranoico que sabe de primera mano que no está el horno para bollos, vivas como tiene en su memoria las imágenes de una enardecida multitud intentando arrojar al río Tíber los restos de su antecesor Pío IX mientras él, recién nombrado, intenta oficiar las exequias a trancas y barrancas. Todavía no se ha inventado eso del aggiornamento, el concilio vaticano, la misa en lengua vernácula, el viva la gente, las monjitas ye-yé, la teología de la liberación y demás parafernalia del siglo XX, y el único recurso que la Iglesia conoce contra los ataques orquestados por el Maligno son aspersiones de agua bendita, rosarios y milagros, que en este tiempo fascinante y entregado a lo sobrenatural no faltan en absoluto.
Se aparecen la Virgen de Lourdes, la de Fátima, que es la misma de antes pero como en más pobre, y otras varias que dictan sermones, hacen dibujos y regalan escapularios Made in Heaven; falta poco para que lleguen las visiones de Ezkioga, en las Vascongadas, con sus docenas de médiums e iluminados; para que llore sangre el santo Cristo de Limpias, en Santander; para que florezcan místicas y santas como la italiana Gemma Galgani, que sublima en el cuerpo lacerado de Cristo sus ardores más profundos, o la estigmatizada Therese Neumann, que no conoce más alimento que la hostia consagrada; en fin, todo el arsenal bizarro y extremo que la Iglesia suele sacar a pasear cuando se siente amenazada.
El cura, culo de mono
Durante los siguientes cinco años y pico, Táxil se convierte por méritos propios en uno de los más significados enemigos de las jerarquías eclesiásticas. Desde su Librería Anticlerical se suceden las publicaciones populares dedicadas a las más divertidas blasfemias. Nada de gruesos e incomprensibles tratados filosóficos o elucubraciones racionalistas: cuadernos baratos, risa y chirigota más o menos sutil, aderezada por los componentes comerciales que nunca fallan, el sexo y la violencia.
Coleccione usted los folletines semanales Pío IX, sus vicios, sus locuras, sus crímenes. Entérese de la verdad leyendo el clarificador opúsculo León XIII, el envenenador. Compre nuestras novelas sociales ¡Abajo los curas!, El hijo del jesuita o Una jornada de León XIII. Instrúyase, señor, con los reveladores ensayos Las sotanas grotescas, Los crímenes del alto clero contemporáneo y Las necedades sagradas. Vea, vea qué se cuece tras los muros de los conventos comprando Las pícaras religiosas, Los amores secretos de Pío IX o El cura, culo de mono. Tan apetecibles ediciones, ilustradas con los preciosos grabados de un tal Pepín, dan sus buenos réditos a nuestro hombre, que alcanza por fin posición económica desahogada.
Fecundo fabulador, su labor divulgativa amplía horizontes con la resurrección del mito de la Papisa Juana, la impostura de una mujer que se hizo nombrar pontífice, y que para evitar nuevos engaños obliga desde entonces a comprobar la virilidad de los sucesivos ocupantes de la silla de san Pedro mediante trono agujereado y tocamiento ad hoc durante la ceremonia de coronamiento papal; y sobre todo con la edición de los llamados Manuales de confesores, supuestas guías para que los sacerdotes extraigan información sobre las “cuestiones viciosas” de los feligreses que en manos de Táxil devienen material porno tan explícito como las Biblias de Tijuana y se convierten de inmediato en verdaderos best sellers.
Todo marcha por su camino, Táxil se ha casado, ha alcanzado la estabilidad, es un respetado dirigente de la influyente Liga Anticlerical y vive plácido como un buen burgués, pero el sello del genio es la disconformidad, y Leo, maduro y sabio, empieza a concebir su Gran Obra, la grandiosa broma a la que se dedicará en cuerpo y alma durante los próximos doce años y que ha de acarrearle gloria inmortal.
Durante los siguientes cinco años y pico, Táxil se convierte por méritos propios en uno de los más significados enemigos de las jerarquías eclesiásticas. Desde su Librería Anticlerical se suceden las publicaciones populares dedicadas a las más divertidas blasfemias. Nada de gruesos e incomprensibles tratados filosóficos o elucubraciones racionalistas: cuadernos baratos, risa y chirigota más o menos sutil, aderezada por los componentes comerciales que nunca fallan, el sexo y la violencia.
Coleccione usted los folletines semanales Pío IX, sus vicios, sus locuras, sus crímenes. Entérese de la verdad leyendo el clarificador opúsculo León XIII, el envenenador. Compre nuestras novelas sociales ¡Abajo los curas!, El hijo del jesuita o Una jornada de León XIII. Instrúyase, señor, con los reveladores ensayos Las sotanas grotescas, Los crímenes del alto clero contemporáneo y Las necedades sagradas. Vea, vea qué se cuece tras los muros de los conventos comprando Las pícaras religiosas, Los amores secretos de Pío IX o El cura, culo de mono. Tan apetecibles ediciones, ilustradas con los preciosos grabados de un tal Pepín, dan sus buenos réditos a nuestro hombre, que alcanza por fin posición económica desahogada.
Fecundo fabulador, su labor divulgativa amplía horizontes con la resurrección del mito de la Papisa Juana, la impostura de una mujer que se hizo nombrar pontífice, y que para evitar nuevos engaños obliga desde entonces a comprobar la virilidad de los sucesivos ocupantes de la silla de san Pedro mediante trono agujereado y tocamiento ad hoc durante la ceremonia de coronamiento papal; y sobre todo con la edición de los llamados Manuales de confesores, supuestas guías para que los sacerdotes extraigan información sobre las “cuestiones viciosas” de los feligreses que en manos de Táxil devienen material porno tan explícito como las Biblias de Tijuana y se convierten de inmediato en verdaderos best sellers.
Todo marcha por su camino, Táxil se ha casado, ha alcanzado la estabilidad, es un respetado dirigente de la influyente Liga Anticlerical y vive plácido como un buen burgués, pero el sello del genio es la disconformidad, y Leo, maduro y sabio, empieza a concebir su Gran Obra, la grandiosa broma a la que se dedicará en cuerpo y alma durante los próximos doce años y que ha de acarrearle gloria inmortal.
El converso y los masones
París, 1885. Una agitación secreta e incontenible hace temblar las sotanas del Palacio Episcopal. Hay noticias fidedignas de que un jesuita ha escuchado de labios del propio interesado la confesión y arrepentimiento de un alma hasta entonces ganada por el Malo, nada menos que la del impío Leo Táxil. Al asombro que sigue a semejante rumor pronto ha de unirse un documento decisivo, la carta que el pecador arrepentido remite para su publicación a los principales periódicos y círculos de poder católicos, en la que el fundador de la Librería Anticlerical abjura de sus errores y solicita ser acogido en retiro espiritual que le permita ahondar en la fe y que confirme ante los escépticos la verdad de su conversión. Presta a salvar un alma, la Iglesia asigna como padre confesor del antaño librepensador a un hombre suspicaz y desconfiado, un viejo capellán militar que acaba de hacer sus votos en la orden negra de San Ignacio de Loyola. Leo escucha humilde los sermones, pasa una y otra vez las páginas de los piadosos textos que ahora son sus lecturas, y bajo la mirada vigilante del sacerdote acude diariamente a tomar la comunión.
Para colmo, en julio se le expulsa con toda solemnidad de la Liga Anticlerical; sus amigos le vuelven la espalda y hasta su mujer se plantea la conveniencia de continuar casada con el nuevo beato. Además, Táxil, basándose en informes sobre personas desaparecidas, confiesa a su tutor un crimen que dice haber cometido tiempo atrás, lo que convence por fin al jesuita de que se halla ante un hombre sinceramente deseoso de expiar un pasado atroz. Leo es acogido con recelo en el círculo de capellanes, cardenales, arzobispos y plumillas católicos que desde entonces van a constituir su ámbito social; sin embargo la publicación de su libro Los hermanos Tres Puntos, en el que revela desde su experiencia como antiguo masón la naturaleza satánica de la secta le hace ganar muchos enteros entre lo más selecto de la reacción. Gracias a las numerosas condenas de la Masonería dictadas por León XIII, el terreno está abonado para seguir por esta senda.
Muy pronto los lectores católicos son informados con todo detalle de la nómina de crímenes y extravagancias que constituye actividad principal de la Orden. Asesinatos encargados por los masones, entre ellos, los del general Prim en España o el de Monsieur Saint Balmont, agente de policía de Lyon a quien los miembros de la secta emparedaron vivo; repugnantes ceremonias de iniciación en las logias, celebradas con el lenguaje rimbombante y poético del ocultismo del que nadie entiende gran cosa pero que resulta de una sonoridad y un efectismo tremendos (ya saben: “Hermano A::A, de la masonería Selvática Carbonaria, ordenado Caballero Kadosch por el Gran Maestre de Babilonia, saluda al iniciado O::O, en su grado de Presidente tres veces Invicto conferido por el Rey de Tiro en nombre de Adonai, etc, etc”), y que incluyen cabezas decapitadas empaladas en postes, manos de piedra que cobran vida y apariciones del demonio Baphomet, el de los Templarios, que también en esto de mezclar alegremente temas esotéricos de lo más diverso es don Leo un precursor.
El público acoge fascinado y crédulo revelaciones cada vez más sensacionales, que Táxil ofrece al mundo en forma de folletones por entregas. De este modo se sabe de la presencia ubicua del Príncipe del Mal, que lo mismo toca el piano transformado en cocodrilo en la logia de Zurich que se dedica a corretear tras sus fieles blandiendo la cola del león de San Marcos. La puesta en escena teatral de los rituales masónicos va a facilitar la mezcla de verdad y alucinación necesaria para unas descripciones que van a turbar las mentes de media Europa.
París, 1885. Una agitación secreta e incontenible hace temblar las sotanas del Palacio Episcopal. Hay noticias fidedignas de que un jesuita ha escuchado de labios del propio interesado la confesión y arrepentimiento de un alma hasta entonces ganada por el Malo, nada menos que la del impío Leo Táxil. Al asombro que sigue a semejante rumor pronto ha de unirse un documento decisivo, la carta que el pecador arrepentido remite para su publicación a los principales periódicos y círculos de poder católicos, en la que el fundador de la Librería Anticlerical abjura de sus errores y solicita ser acogido en retiro espiritual que le permita ahondar en la fe y que confirme ante los escépticos la verdad de su conversión. Presta a salvar un alma, la Iglesia asigna como padre confesor del antaño librepensador a un hombre suspicaz y desconfiado, un viejo capellán militar que acaba de hacer sus votos en la orden negra de San Ignacio de Loyola. Leo escucha humilde los sermones, pasa una y otra vez las páginas de los piadosos textos que ahora son sus lecturas, y bajo la mirada vigilante del sacerdote acude diariamente a tomar la comunión.
Para colmo, en julio se le expulsa con toda solemnidad de la Liga Anticlerical; sus amigos le vuelven la espalda y hasta su mujer se plantea la conveniencia de continuar casada con el nuevo beato. Además, Táxil, basándose en informes sobre personas desaparecidas, confiesa a su tutor un crimen que dice haber cometido tiempo atrás, lo que convence por fin al jesuita de que se halla ante un hombre sinceramente deseoso de expiar un pasado atroz. Leo es acogido con recelo en el círculo de capellanes, cardenales, arzobispos y plumillas católicos que desde entonces van a constituir su ámbito social; sin embargo la publicación de su libro Los hermanos Tres Puntos, en el que revela desde su experiencia como antiguo masón la naturaleza satánica de la secta le hace ganar muchos enteros entre lo más selecto de la reacción. Gracias a las numerosas condenas de la Masonería dictadas por León XIII, el terreno está abonado para seguir por esta senda.
Muy pronto los lectores católicos son informados con todo detalle de la nómina de crímenes y extravagancias que constituye actividad principal de la Orden. Asesinatos encargados por los masones, entre ellos, los del general Prim en España o el de Monsieur Saint Balmont, agente de policía de Lyon a quien los miembros de la secta emparedaron vivo; repugnantes ceremonias de iniciación en las logias, celebradas con el lenguaje rimbombante y poético del ocultismo del que nadie entiende gran cosa pero que resulta de una sonoridad y un efectismo tremendos (ya saben: “Hermano A::A, de la masonería Selvática Carbonaria, ordenado Caballero Kadosch por el Gran Maestre de Babilonia, saluda al iniciado O::O, en su grado de Presidente tres veces Invicto conferido por el Rey de Tiro en nombre de Adonai, etc, etc”), y que incluyen cabezas decapitadas empaladas en postes, manos de piedra que cobran vida y apariciones del demonio Baphomet, el de los Templarios, que también en esto de mezclar alegremente temas esotéricos de lo más diverso es don Leo un precursor.
El público acoge fascinado y crédulo revelaciones cada vez más sensacionales, que Táxil ofrece al mundo en forma de folletones por entregas. De este modo se sabe de la presencia ubicua del Príncipe del Mal, que lo mismo toca el piano transformado en cocodrilo en la logia de Zurich que se dedica a corretear tras sus fieles blandiendo la cola del león de San Marcos. La puesta en escena teatral de los rituales masónicos va a facilitar la mezcla de verdad y alucinación necesaria para unas descripciones que van a turbar las mentes de media Europa.
El Ejército de Satán
La Masonería satánica, llamada Palladismo, está presidida por Albert Pike, el Pontífice de Lucifer, un político liberal de Boston que en su juventud convivió con los pieles rojas y luchó en el ejército de los Confederados, según informa el Muy Sabio y Reverendo José Antonio Ferrer Benimeli, autor de El contubernio judeo-masónico-comunista y experto número uno en el tema Táxil. Pike posee una pulsera con la que hace aparecer al diablo a voluntad. Le basta con hincar la rodilla derecha, elevar la mano izquierda ligeramente vuelta hacia el cielo, besar la tierra y decir una ristra de palabras incomprensibles que constituyen la lengua de los avernos: “¡Imihäel!...¡Deus sanctus, excelsus excelsior!...¡Athanatos!...¡Inglod! ¡Einköel! ¡Bagdel! ¡Lucifer, Lucifer, Lucifer!”, así hasta que a la tercera llamada el Malo aparece elegantemente, y por ejemplo se lleva al general Pike a dar un paseo por Sirius, el más bello planeta del universo según el decir de los astrónomos. Bajo la autoridad de Pike –y más tarde del banquero Adriano Lemmi- están todas las logias, con sus variantes de Masonería Selvática, Capítulos o Masonería Roja, Areopagos o Masonería Negra, Dirección Suprema o Masonería Blanca, y la singular Masonería de Señoras, con sus Adelfos, sus Compañeras de Ulises, sus Banquetes Andróginos y sus Diversiones Misteriosas. Es sabido que cuando una de estas damas se inicia en la Orden, la estatua de Eva que preside el Templo de Charleston se transforma en la súcubo Astarté y toma vida para besar a la adepta…
Con revelaciones como estas y otras semejantes –la ocasión en que Táxil se sentó y fue mágicamente expulsado del Trono Infernal de Lucifer, o su visita a los subterráneos del Peñón de Gibraltar, fábrica donde legiones infernales dirigidas por Tubalcaín el Maldito se afanan en la confección de talismanes mágicos- los católicos no salen de su asombro, y puede entenderse fácilmente el agradecimiento enorme que sienten hacia el hombre que les ha puesto en guardia ante semejantes peligros. Sus libros se traducen al inglés, al italiano, al ruso, al polaco, al español, y se venden por decenas de miles de ejemplares proporcionando al autor pingües beneficios y renombre mundial.
Las autoridades eclesiásticas están tan entusiasmadas que Táxil no tarda en ser recibido en audiencia privada por el mismísimo León XIII, ante cuyos pies se postra llorando y expresando su deseo de morir después haber besado sus sagradas plantas. Táxil es un santo en vida, con tal fama que hasta un canónigo de Friburgo irrumpe en su casa solicitando que le haga un milagro: “…-No importa cuál… qué sé yo… tomad por ejemplo esta silla y transformadla en bastón, en paraguas…”. Cuenta nuestro hombre que aunque fue incapaz de corresponder a los deseos del párroco, éste le envió al volver a su hogar “un inmenso queso de Gruyére, sobre cuya corteza había grabado con un cuchillo inscripciones piadosas y jeroglíficos de un misticismo desmelenado; un excelente queso, por otra parte, que jamás se terminaba y que comí con infinito respeto”.
Los compañeros del diablo
Han pasado varios años en los que cual devoto alquimista Leo Táxil ha vivido consagrado a su Gran Obra. Desde que decidiera organizar la farsa colosal de su conversión, su vida transcurre alejada de sus antiguos colegas, entregado por completo a perfeccionar un montaje que gana en complejidad con el tiempo. Sus libros se suceden llenos de afirmaciones cada vez más inverosímiles, sin que la fe que el Vaticano ha depositado en el converso vacile un solo instante. Cartas llegadas desde todo el mundo acreditan su reputación de hombre piadoso y valiente, mientras surgen colaboradores espontáneos que convencidos hasta la médula de los embustes vertidos continúan y amplían su obra. Monseñor Meurin, obispo de Port Louis, en Isla Mauricio, viaja hasta París para leer ante Táxil su volumen La Masonería Sinagoga de Satán, en el que se dedica a dotar de fundamento científico cada una de las patrañas difundidas por nuestro hombre. Domenico Margiotta, antiguo francmasón ahora Caballero del Santo Sepulcro, edita una serie de volúmenes en las que certifica la verdad de cuanto revela Táxil y hasta asegura haber tratado con personajes inventados por éste. El propagandista católico J. Kotska publica su Lucifer desenmascarado. Monseñor Armand Joseph Fava, obispo de Grenoble, contribuye con entusiasmo difundiendo en Suiza las obras de Táxil y redactando él mismo El secreto de la Masonería.
A ellos se suma el doctor Bataille, un amigo del escritor que comienza su colaboración convencido de la existencia de la Masonería Infernal, y a quien más tarde el mismo Leo revelará una verdad que el buen doctor se resiste a creer. Animado por el espíritu de la farsa que Táxil insufla en él, Bataille hace crecer el engaño hasta límites insospechados, despachándose a gusto con su librote El Diablo en el siglo XIX, en el que entre otras cosas cuenta que ha visto con sus propios ojos el cráneo del último Gran Maestre de los Templarios, Jacques de Molay, vomitando llamas en la Gran Logia Secreta de París, o habla de su presentación ante el señor Francesco Borri, cuya esposa es una salamandra llamada Elkbamstar.
A ellos se suma el doctor Bataille, un amigo del escritor que comienza su colaboración convencido de la existencia de la Masonería Infernal, y a quien más tarde el mismo Leo revelará una verdad que el buen doctor se resiste a creer. Animado por el espíritu de la farsa que Táxil insufla en él, Bataille hace crecer el engaño hasta límites insospechados, despachándose a gusto con su librote El Diablo en el siglo XIX, en el que entre otras cosas cuenta que ha visto con sus propios ojos el cráneo del último Gran Maestre de los Templarios, Jacques de Molay, vomitando llamas en la Gran Logia Secreta de París, o habla de su presentación ante el señor Francesco Borri, cuya esposa es una salamandra llamada Elkbamstar.
Diana Superstar
Mas el genio vive del exceso y el riesgo. Decidido a forzar los límites de una credulidad que parece no tener fin e inmerso de lleno en un engaño en el que se siente plenamente realizado, Táxil se inventa a una sacerdotisa satánica, la señorita Diana Vaughan, cuya existencia desvela en los fascículos semanales Memorias de una palladista.
Hija de una humana y del demonio Bitrú, Diana es una joven norteamericana consagrada al mal desde su niñez; obligada por sus progenitores a desposarse con el archidiablo Asmodeo, recibe como regalo de bodas la cola del león de San Marcos, y viaja a continuación a Europa para proseguir su apostolado infernal. Su destino se tuerce cuando gracias a la visita que en los jardines de las Tullerías le hace el fantasma de Juana de Arco, la palladista decide convertirse y confiarse a un hombre de probada rectitud como Leo Táxil. Él deberá protegerla de su mortal enemiga, Sophia Walder, una poderosa iniciada destinada a dar a luz el 29 de septiembre de 1896 en Jerusalén a una niña que será la abuela del Anticristo. Sophia puede atravesar las paredes, girar la cabeza del revés como Linda Blair en El exorcista o adivinar el futuro gracias a las inscripciones que su demonio familiar en forma de serpiente le escribe sobre la espalda. Es muy mala y no piensa arrepentirse nunca.
La enorme popularidad de que gozan las peripecias de Diana Vaughan hace concebir a Táxil un plan aún más ambicioso, al decidirse a presentar ante círculos muy restringidos fotografías y documentos de la satanista arrepentida. Para ello cuenta con la complicidad de su mecanógrafa, una americana representante de una casa de máquinas de escribir a quien contrata por ciento cincuenta francos al mes para que despache la numerosa correspondencia tanto de Diana Vaughan como de Sophia Walder. La muchacha se aplica con esmero a su cometido, y al decir de Táxil…”se divertía mucho con esta alegre falsificación, le había cogido el gusto a mantener correspondencia con obispos, cardenales, recibir cartas particulares del secretario del Soberano Pontífice, contarles cuentos capaces de hacer dormir de pie, informar al Vaticano sobre negros complots luciferinos; todo esto le daba una alegría inenarrable”. De nuevo el epicúreo amante de la chanza asoma por la esquina: el secreto de su éxito reside en la felicidad que le proporciona elevar la mentira a la categoría de arte. Diana efectúa una gira por toda Europa –según cuentan las crónicas que Táxil remite, porque en realidad nadie llega a conocerla- y seguidamente se refugia en un convento secreto, a fin de ponerse a salvo de la persecución de sus antiguos camaradas.
Hija de una humana y del demonio Bitrú, Diana es una joven norteamericana consagrada al mal desde su niñez; obligada por sus progenitores a desposarse con el archidiablo Asmodeo, recibe como regalo de bodas la cola del león de San Marcos, y viaja a continuación a Europa para proseguir su apostolado infernal. Su destino se tuerce cuando gracias a la visita que en los jardines de las Tullerías le hace el fantasma de Juana de Arco, la palladista decide convertirse y confiarse a un hombre de probada rectitud como Leo Táxil. Él deberá protegerla de su mortal enemiga, Sophia Walder, una poderosa iniciada destinada a dar a luz el 29 de septiembre de 1896 en Jerusalén a una niña que será la abuela del Anticristo. Sophia puede atravesar las paredes, girar la cabeza del revés como Linda Blair en El exorcista o adivinar el futuro gracias a las inscripciones que su demonio familiar en forma de serpiente le escribe sobre la espalda. Es muy mala y no piensa arrepentirse nunca.
La enorme popularidad de que gozan las peripecias de Diana Vaughan hace concebir a Táxil un plan aún más ambicioso, al decidirse a presentar ante círculos muy restringidos fotografías y documentos de la satanista arrepentida. Para ello cuenta con la complicidad de su mecanógrafa, una americana representante de una casa de máquinas de escribir a quien contrata por ciento cincuenta francos al mes para que despache la numerosa correspondencia tanto de Diana Vaughan como de Sophia Walder. La muchacha se aplica con esmero a su cometido, y al decir de Táxil…”se divertía mucho con esta alegre falsificación, le había cogido el gusto a mantener correspondencia con obispos, cardenales, recibir cartas particulares del secretario del Soberano Pontífice, contarles cuentos capaces de hacer dormir de pie, informar al Vaticano sobre negros complots luciferinos; todo esto le daba una alegría inenarrable”. De nuevo el epicúreo amante de la chanza asoma por la esquina: el secreto de su éxito reside en la felicidad que le proporciona elevar la mentira a la categoría de arte. Diana efectúa una gira por toda Europa –según cuentan las crónicas que Táxil remite, porque en realidad nadie llega a conocerla- y seguidamente se refugia en un convento secreto, a fin de ponerse a salvo de la persecución de sus antiguos camaradas.
Los jesuitas terribles
El punto culminante de la broma llega casi doce años después de su comienzo. El Papa León XIII convoca la celebración de un Congreso Internacional Antimasónico, a celebrarse en septiembre de 1896 en Trento. Convencidos de la grave amenaza que pende sobre la Iglesia, la ceremonia se organiza por todo lo alto. Acuden a la sesión inaugural nada menos que 36 obispos, 50 delegados episcopales y otros 700 congresistas, la mayoría curas y monjas de todas las órdenes. Llegan enviados de Francia, Austria, Hungría, Suiza, Bélgica, Alemania… De España acuden el pretendiente al trono, el ultramontano Don Carlos, y el arzobispo de Málaga, que lleva consigo una carta de repulsa a los poderes masónicos suscrita por más de cien mil de sus feligreses. El congreso comienza con la solemne interpretación del Himno a Juana de Arco, compuesto por Diana Vaughan, en realidad una transposición de la canción La Jeringa Filarmónica que un amigo de Táxil había compuesto por encargo del sultán de Turquía para diversión de las odaliscas. Los ponentes van tomando la palabra, elogiando y disertando sobre el corpus taxiliano ante el regocijo del autor, que sentado en primera fila paladea su triunfo.
Sin embargo la notoria ausencia de la estrella del momento, Diana Vaughan, y aún más su extraña gira por varias capitales europeas, en las que nadie puede acreditar haberla visto, han levantado una sombra de duda después de tantos años de credulidad ciega. Los jesuitas alemanes denuncian lo que a su juicio es una impostura infame; Táxil se levanta y subiendo a la tribuna les da la réplica entre los vítores del público. El Congreso se cierra con los asistentes divididos; todos tienen a la Masonería por enemiga, pero hay quien pone en duda su carácter intrínsecamente satánico. Respecto a la cuestión del día, la existencia real de Miss Diana, el Congreso se limita a nombrar una comisión encargada de averiguar su paradero.
Táxil, según confiesa más tarde, siente su Gran Obra amenazada, y se verá forzado a tomar una decisión sensacional para que el silencio y el olvido no caigan sobre ella. La polémica se prolonga por algunos meses, en los que por vez primera aparecen largos artículos tildando a nuestro hombre de embustero, cínico y otras lindezas, y riéndose -a buenas horas- de la credulidad de los fieles, incluso en medios de expresión hasta entonces incondicionales de Leo. Pero la reputación de quien cuenta con la amistad del Papa no es fácil de tumbar.
Sin embargo la notoria ausencia de la estrella del momento, Diana Vaughan, y aún más su extraña gira por varias capitales europeas, en las que nadie puede acreditar haberla visto, han levantado una sombra de duda después de tantos años de credulidad ciega. Los jesuitas alemanes denuncian lo que a su juicio es una impostura infame; Táxil se levanta y subiendo a la tribuna les da la réplica entre los vítores del público. El Congreso se cierra con los asistentes divididos; todos tienen a la Masonería por enemiga, pero hay quien pone en duda su carácter intrínsecamente satánico. Respecto a la cuestión del día, la existencia real de Miss Diana, el Congreso se limita a nombrar una comisión encargada de averiguar su paradero.
Táxil, según confiesa más tarde, siente su Gran Obra amenazada, y se verá forzado a tomar una decisión sensacional para que el silencio y el olvido no caigan sobre ella. La polémica se prolonga por algunos meses, en los que por vez primera aparecen largos artículos tildando a nuestro hombre de embustero, cínico y otras lindezas, y riéndose -a buenas horas- de la credulidad de los fieles, incluso en medios de expresión hasta entonces incondicionales de Leo. Pero la reputación de quien cuenta con la amistad del Papa no es fácil de tumbar.
El tormento y el éxtasis
Aparentemente impertérrito ante el avance de sus detractores, Táxil continúa sus actividades en pro de la verdad y la religión católica, y así el 19 de abril de 1897 convoca a miembros de la prensa y de la Iglesia a una conferencia con proyección de imágenes inéditas sobre Satanismo y Masonería. Acude nutrida representación de los principales periódicos, varios sacerdotes conocidos del escritor, público curioso. Ante la extrañeza de los asistentes, se requisan bastones y paraguas a la entrada del recinto de la Sociedad Geográfica de París. La sala está de bote en bote, y para animar la espera ante el retraso del orador se organiza la rifa de una máquina de escribir entre los presentes, que le toca a un tal Alí Kemal, corresponsal turco en París. Finalmente nuestro hombre accede a la tribuna y comienza su conferencia, una verdadera obra maestra de la literatura que desde ya mismo les animo a conocer.
Leo Táxil va al grano desde el principio: confiesa que ha estado mintiendo durante doce años, denuncia la credulidad imbécil de sus víctimas y explica con pelos y señales los pormenores de su obra. No existe nada, señores, ni Baphomet, ni Diana, ni el palladismo, ni bisabuelas del Anticristo, ni demonios en Gibraltar ni nada de nada. Hacérselo pensar al Papa o a cualquiera de sus fieles no reviste por lo demás mayor importancia. La cuestión es creer, dice dando en el clavo… “- Asmodeo transportando a Miss Diana Vaughan al Paraíso Terrestre, ¿es acaso más extraordinario que el señor Satán transportando al mismísimo Jesucristo a una montaña desde cuya cumbre le muestra todos los reinos de la Tierra?... Se tiene fe o no se tiene…”
La algarabía es indescriptible. Los sacerdotes, a cuya cabeza se encuentra el Abate Garnier, insultan y despotrican cuando nuestro hombre exhibe cartas de apoyo de las más altas autoridades eclesiásticas como los triunfos de un juego difícil y enrevesado. Entre gritos reclamando sus bastones y enfrentamientos físicos con algunos liberales, los curas abandonan la sala, dejando sólo al combativo Abate que aguanta hasta el final. La policía irrumpe para proteger la integridad del conferenciante. Los periodistas salen escopeteados hacia sus redacciones para escribir la crónica de un escándalo que al día siguiente ha de ocupar todas las primeras planas.
Táxil se defiende, sereno, revelando sus intenciones científicas e inocentes de realizar un experimento sociológico (como Mercedes Milá en Gran Hermano), y mostrando cierto estupor ante la indignación de los burlados. Dice haberse sentido poseído por “el dulce placer de la broma”, y una y otra vez hace gala de sus buenas intenciones, defendiendo la risa, el placer y la lección magistral de escepticismo que acaba de brindar graciosamente a la humanidad. Sólo lamenta tener que renunciar a su carrera de farsante, porque después de tamaño embuste piensa que ya no existe persona sobre la Tierra dispuesta a creer cualquier revelación asombrosa que en el futuro pudiera hacer.
Leo Táxil va al grano desde el principio: confiesa que ha estado mintiendo durante doce años, denuncia la credulidad imbécil de sus víctimas y explica con pelos y señales los pormenores de su obra. No existe nada, señores, ni Baphomet, ni Diana, ni el palladismo, ni bisabuelas del Anticristo, ni demonios en Gibraltar ni nada de nada. Hacérselo pensar al Papa o a cualquiera de sus fieles no reviste por lo demás mayor importancia. La cuestión es creer, dice dando en el clavo… “- Asmodeo transportando a Miss Diana Vaughan al Paraíso Terrestre, ¿es acaso más extraordinario que el señor Satán transportando al mismísimo Jesucristo a una montaña desde cuya cumbre le muestra todos los reinos de la Tierra?... Se tiene fe o no se tiene…”
La algarabía es indescriptible. Los sacerdotes, a cuya cabeza se encuentra el Abate Garnier, insultan y despotrican cuando nuestro hombre exhibe cartas de apoyo de las más altas autoridades eclesiásticas como los triunfos de un juego difícil y enrevesado. Entre gritos reclamando sus bastones y enfrentamientos físicos con algunos liberales, los curas abandonan la sala, dejando sólo al combativo Abate que aguanta hasta el final. La policía irrumpe para proteger la integridad del conferenciante. Los periodistas salen escopeteados hacia sus redacciones para escribir la crónica de un escándalo que al día siguiente ha de ocupar todas las primeras planas.
Táxil se defiende, sereno, revelando sus intenciones científicas e inocentes de realizar un experimento sociológico (como Mercedes Milá en Gran Hermano), y mostrando cierto estupor ante la indignación de los burlados. Dice haberse sentido poseído por “el dulce placer de la broma”, y una y otra vez hace gala de sus buenas intenciones, defendiendo la risa, el placer y la lección magistral de escepticismo que acaba de brindar graciosamente a la humanidad. Sólo lamenta tener que renunciar a su carrera de farsante, porque después de tamaño embuste piensa que ya no existe persona sobre la Tierra dispuesta a creer cualquier revelación asombrosa que en el futuro pudiera hacer.
El caudillo y el policía
Rico gracias a las millonarias ventas de sus libros y cumplidos todos sus objetivos Táxil opta por desaparecer de la escena pública. Se retira a su casita de Sceaux, pequeño pueblo situado a diez kilómetros de París, donde lleva una pacífica existencia hasta que muere a los cincuenta y tres años, indiferente a la numerosa literatura que su caso ha generado. La Iglesia intenta en vano correr un tupido velo sobre el escándalo que el Apóstol del escepticismo generó con sus logros. Llueven las burlas sobre la ingenuidad de los creyentes, aunque confirmando la teoría taxiliana, los hombres decidan una vez más optar por una bella mentira antes que por la verdad.
Se admitió –era irrefutable- que Táxil era un farsante, pero sus descripciones de la Masonería Satánica, de Baphomet, los templarios y las logias misteriosas perduraron como artículos de fe. Aunque la palabra Táxil resulta tabú desde entonces para cualquier católico, sus disparatadas especulaciones siguen encontrando eco entre los numerosos zoquetes adictos a las teorías conspiratorias, especialmente si los zotes en cuestión tienden hacia la carcundia más extrema. Los ejemplos son cercanos. Sin ir más lejos nuestro caudillo Franco, que aparte de construirse en Salamanca un museo masónico particular siguiendo al dedillo las descripciones de Táxil, es decir, repleto de capuchones de verdugo, calaveras e ídolos paganos, tomó en inspirado arranque el seudónimo de Jakin Boor para advertir al mundo de los peligros de la Secta en una serie de escritos hoy editados con el sucinto nombre de Masonería. Sin salir de España tenemos también al inspector de policía y escritor megafacha Mauricio Carlavilla, alias Mauricio Karl, que en obras capitales como ¡Sodomitas! o Anti España 1959 ponía en guardia a la nación frente al eterno enemigo. En fin, señores lectores, no tienen más que leer a historiadores de prestigio como César Vidal o don Ricardo de la Cierva para constatar que la huella que dejó Leo Táxil sigue viva hoy en día. Justo al revés de como a él le hubiera gustado, claro, pero ¿no es acaso la incomprensión el destino del genio?
Se admitió –era irrefutable- que Táxil era un farsante, pero sus descripciones de la Masonería Satánica, de Baphomet, los templarios y las logias misteriosas perduraron como artículos de fe. Aunque la palabra Táxil resulta tabú desde entonces para cualquier católico, sus disparatadas especulaciones siguen encontrando eco entre los numerosos zoquetes adictos a las teorías conspiratorias, especialmente si los zotes en cuestión tienden hacia la carcundia más extrema. Los ejemplos son cercanos. Sin ir más lejos nuestro caudillo Franco, que aparte de construirse en Salamanca un museo masónico particular siguiendo al dedillo las descripciones de Táxil, es decir, repleto de capuchones de verdugo, calaveras e ídolos paganos, tomó en inspirado arranque el seudónimo de Jakin Boor para advertir al mundo de los peligros de la Secta en una serie de escritos hoy editados con el sucinto nombre de Masonería. Sin salir de España tenemos también al inspector de policía y escritor megafacha Mauricio Carlavilla, alias Mauricio Karl, que en obras capitales como ¡Sodomitas! o Anti España 1959 ponía en guardia a la nación frente al eterno enemigo. En fin, señores lectores, no tienen más que leer a historiadores de prestigio como César Vidal o don Ricardo de la Cierva para constatar que la huella que dejó Leo Táxil sigue viva hoy en día. Justo al revés de como a él le hubiera gustado, claro, pero ¿no es acaso la incomprensión el destino del genio?
4 comentarios:
UN VERDADERO ARTISTA ESTE lEO
¿De verdad ha existido Leo Táxil y toda su obra?.
¡¡Es tan increible!!.
A lo mejor su propia existencia es una broma.
Un artículo fabuloso,abuelito.
¡No lo dude, Angeluco! Para solaz de la humanidad, la existencia del señor Taxil fue real.
Hay un libro que a veces se encuentra en los circuitos de saldo en el que viene muy completa información: "El contubernio judeo-masónico-comunista", de J. A. Ferrer Benimeli. ¡A ver si hay suerte y lo localiza!
Es usted un nito ejemplar, don Angeluco.
Nieto, quise decir...
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