Director: T. Hayes Hunter. Con Boris Karloff, Ernest Thesiger, Sir Cedric Hardwike, Dorothy Hyson. Gran Bretaña, 1933.
Cuenta la historia de un egiptólogo, Karloff, agonizante poseedor de la Luz Eterna, un talismán mágico que convenientemente manipulado por el dios Anubis será capaz de resucitarle y abrir las puertas de la inmortalidad. Con la luna llena saldrá de su sarcófago con muy malas pulgas y la emprenderá con una serie de mangantes que quieren a toda costa hurtarle la joya.
El maravilloso escenario, la lóbrega mansión del científico hecha de oscuridades góticas y jeroglíficos tallados, y la simpar cripta donde es enterrado Karloff según los ritos blasfemos de los antiguos paganos; una de esas escenografías de madera y sombras fotografiada exquisitamente que tanto abundan en el cine de los años de gloria para asombro de estas generaciones desustanciadas de ahora.
Poco y no demasiado bueno había leído de esta primera incursión de San Boris Karloff en el horror británico. Y la verdad es que no hay razón, que la película cumple con creces y hasta es capaz de excitar alegremente el paladar de un fan irredento como yo mismo.
Cuenta la historia de un egiptólogo, Karloff, agonizante poseedor de la Luz Eterna, un talismán mágico que convenientemente manipulado por el dios Anubis será capaz de resucitarle y abrir las puertas de la inmortalidad. Con la luna llena saldrá de su sarcófago con muy malas pulgas y la emprenderá con una serie de mangantes que quieren a toda costa hurtarle la joya.
El maravilloso escenario, la lóbrega mansión del científico hecha de oscuridades góticas y jeroglíficos tallados, y la simpar cripta donde es enterrado Karloff según los ritos blasfemos de los antiguos paganos; una de esas escenografías de madera y sombras fotografiada exquisitamente que tanto abundan en el cine de los años de gloria para asombro de estas generaciones desustanciadas de ahora.
Grandes y decisivos estos asuntos de luz y atmósfera, y aún más en este caso los actores que por ellos deambulan. Aparte de Boris, magnífico tanto como moribundo como cuando se convierte en monstruo de rostro deforme y andares frankesteinescos, lucen con brillo propio dos magnas estrellas olvidadas.
El primero, Ernest Thesiger, el Doctor Pretorius de La novia de Frankenstein (1935), el anfitrión loco de El caserón de las sombras (1932), una figura enjuta de severa faz que aquí interpreta a un impecable y algo ladrón mayordomo, llenando la pantalla con sus ademanes histriónicos y extraños.
El otro grande, Sir Cedric Hardwike, el hombre que nunca fue joven, prototipo de la maldad fría e implacable del burgués firmemente instalado en sus convicciones e intereses. En esta ocasión es malvado, cómo no, y doctor, que es cargo acorde a su dignidad. Ya lo demostró como nieto de Frankenstein en la canónica Ghost of Frankenstein (1942), y en cuanta oportunidad se le diese de enseñar su físico calvo y adusto.
Algún bajón de ritmo, algún desajuste -debidos a la intervención de la inevitable pareja romántica y a los toques de comedia mala pata tan estimados entonces- son los pecadillos veniales que cabe atribuir a The Ghoul. El resto, un poderosísimo cóctel visual, con algunas escenas -el sepelio iluminado por antorchas- que son sublime regalo para la pupila del conoissseur.
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