
THE HATCHET MAN
Director. William Wellman. Con Edward G. Robinson, Loretta Young, J. Carrol Naish, Leslie Fenton. USA, 1932
Es don Guillermo Wellman, aunque su renombre no le haga justicia,
piedra angular del cine clásico de Hollywood, como los señores Walsh, Hawks o el mismo Miguel Curtiz. Acuérdense los más flacos de memoria de sus poderosos -y decadentes- westerns Cielo amarillo (1948), Incidente en OX Bow (1943) o su antiheroico Búfalo Bill (1944). Canónicos.
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Esta Hacha justiciera es lo que se dice una película de chinos, bien que sean muy pocos los verdaderos orientales que aparecen en ella.
Los papeles principales corren a cargo de actores blancos maquillados, lo que refuerza el carácter eminentemente artificial con que el cine de Hollywood ha definido siempre lo Oriental. Maravillosos decorados llenos de dragones de madera, puertas circulares, templos entre lo raro y lo siniestro, jardines con lotos y mesitas bajas...
todo recuerda otros títulos señeros del género, como el comentado por aquí Mr. Wu (1927).
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Como aquella, esta es historia de deber, venganza y honor, de choque entre la vieja China y las nuevas costumbres que la occidentaliza--ción impone; melodrama criminal que gusta de cargar las tintas en los componentes macabros del relato. Edward G. Robinson es verdugo de un clan Tong de San Francisco, el equivalente chino de la Mafia, con sus familias, su jerarquía, sus asambleas y sus asesinatos.
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Obligado por su juramento a ejecutar con su hacha a su mejor amigo -un J. Carrol Naish irreconocible que hace gala una vez más de sus cualidades camaleónicas transformándo-se en perfecto Hijo del Celeste Imperio-, Robinson acabará casándose con la hija de éste.
Un prodigio de montaje es la escena de la decapitación de Naish, resuelta casi en silencio en una serie de planos tan morosos como intensos.
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La amarga penitencia que hay que pasar por haber errado desde un principio el rumbo, la traición, la imposibilidad de redención sin castigo, la culpa, la mentira, la expiación: temas de los gordos que teje esta sorprendente Hacha justiciera, con tino y sin ínfulas, desde urdimbres aparentemente modestas.
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Y formalmente, ¿qué les voy a decir? Guerras entre los clanes Tongs de Chinatown, adulterios a ritmo de jazz, sicarios a sueldo, tugurios de pilinguis chinas, todo con formas exquisitas que ya quisieran los modernos de hoy. ¿Quién sería capaz de resistirse a semejante tentación?